La clase es una caja de sorpresas. Un día entras con la idea de desentrañar”la esencialidad y la temporalidad en Antonio Machado” y acabas hablando de la pintura de Yves Klein, el del cuadro azul. Hoy ha sido un día de esos.
Miguel, todavía rumiando el cráneo de Phineas Gage, ha contado la historia apócrifa de Andreas Pickwick (este enlace no lleva a ningún lado).
Este trapecista danés tuvo una infancia muy difícil. Sus padres eran propietarios de una fábrica de galletas (danesas) y desde muy pequeño fue el encargado de doblar y dar la cilíndrica y característica forma a los latones que le cortaba su hermano mayor Soren. Sus manos quedaron surcadas por infinidad de cortes y de sus pulgares, sobre todo del de la mano derecha (era zurdo), apenas le quedó el hueso, de tanto corte que le daba.
Hasta que descubrió, también por casualidad, que podía tragarse el latón y se metió a trapecista. ¿Cuál es el camino que lleva a un ser, humano, de comer latón a volatinizarse y buscar el triple mortal? Machado ya lo dijo: “se hace camino al andar”.
Empezó en el circo Kindle tragando latón. Salía, apenas empezada la segunda parte, cuando el público aún no había terminado las panochas que consumían en el descanso. El número apenas duraba un par de minutos. En realidad, su trabajo principal era limpiar la pista tras las apariciones de las fieras o tensar las cuerdas de los trapecios. Solo acabada la función Andreas se atrevía a practicar sus saltos mortales y tirabuzones. Pero una desafortunada maniobra del trapecista titular, el mítico Jürgen Molden, le abrió a Andreas las puertas
de la gloria (vaya encabalgamiento).
Y así pasan las cosas, nos ha dicho Miguel cuando terminaba su historia, del latón al trapecio, del todo a la nada, de la nada al todo: “no hay camino, sino estelas en la mar”.